La balada
del álamo Carolina
Haroldo
Conti
Ciruelo de
mi puerta,/si no volviese yo,/la primavera siempre/ volverá. Tú, florece.
(Anónimo japonés)
(Anónimo japonés)
Uno piensa que los días de un árbol son
todos iguales. Sobre todo si es un árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es
un día del mundo.
Este álamo
carolina nació aquí mismo, exactamente, aunque el álamo carolina, por lo que se
sabe, viene mediante estaca y éste creció solo, asomó un día sobre esta tierra
entre los pastos duros que la cubren como una pelambre, un pastito más, un
miserable pastito expuesto a los vientos y al sol y a los bichos. Y él creyó,
por un tiempo, que no iba a ser más que eso hasta que un día notó que
sobrepasaba los pastos y cuando el sol vino más fuerte y tembló la tierra se
hinchó por dentro y se puso rígido y sentía una gran atracción por las alturas,
por trepar en dirección al cielo, y hasta sintió que había dentro de él como un
camino, aunque todavía no supiese lo que era eso, lo supo recién al año
siguiente cuando los pastos quedaron todavía más abajo y detrás de los pastos
vio un alambrado y detrás del alambrado vio el camino, que es una especie de
árbol recostado sobre la tierra con una rama aquí y otra allá, igual de secas y
rugosas en el invierno y que florecen en las puntas para el verano, pues todas
rematan en un mechoncito de árboles verdaderos. Por ahí andan los hombres y el
loco viento empujando nubes de polvo. También ya sabía para entonces lo que era
una rama porque, después de las lluvias de agosto, sintió que su cuerpo se
hinchaba en efecto aquí y allá y una parte de él se quedó ahí, no siguió más
arriba, torció a un lado y creció sobre la tierra de costado igual que el
camino.
Ahora es un
viejo álamo carolina, porque han pasado doce veranos, por lo menos, si no lleva
mal la cuenta. Ahora crece más despacio, casi no crece. En primavera echa las
hojas en el mismo sitio que estuvieron el otro verano y por arriba brotan unas
crestitas de un verde más encarnado, pero al caer el sol se encienden como por
dentro, pero él ahora no pretende más que eso, esa dulce luz del verano que lo
recubre como un velo. Y dentro de esa luz está él, el viejo álamo, todo
recuerdo. De alguna manera ya estaba así hace doce veranos cuando asomó sobre
la tierra y crecer no fue nada más que como pensarse. Sólo que ahora recuerda
todo eso, se piensa para atrás, y no nace otro árbol. En eso consiste la vejez.
Verde memoria.
Ahora es el
comienzo del verano justamente y acaba de revestirse otra vez con todas sus
hojas, de manera que como recién están echando el verde más fuerte (son como
pequeños árboles cada una) por la tarde, cuando el sol declina y se mete entre
las ramas el álamo se enciende como una lámpara verde, y entonces llegan los
pájaros que se remueven bulliciosamente entre las hojas buscando donde pasar la
noche y es el momento en que el viejo álamo carolina recuerda. A propósito de
la noche, los pájaros y el verano. Recuerda, por ejemplo, a propósito de los
pájaros, el primero de ellos que se posó sobre la primera rama, que ha quedado
allá abajo, pero entonces era el punto más alto, ya casi no da hojas y es tan
gruesa como un pequeño árbol. En aquel tiempo era su parte más viva y sintió el
pájaro sobre su piel, un agitado montoncito de plumas. Descansó un rato y luego
reemprendió el vuelo. Recién dos veranos después, cuando divisó la primera casa
de un hombre y detrás de ella la relampagueante línea del ferrocarril, una
montera armó un nido en la horqueta de la última rama. Cortó y anudó ramitas
pacientemente y así el álamo se convirtió en una casa, supo lo que era ser una
casa, el alma que tiene una casa, como antes supo del camino y del alma del
camino, ese ancho árbol florecido de sueños. El nido se columpiaba al extremo
de la rama y él, aunque gustaba del loco viento de la tarde, procuraba no agitarse
mucho por ese lado, le dio todo el cobijo que pudo, echó para allí más hojas
que otras veces.
Al final del
verano, los pichones saltaron del nido y los sintió desplazarse temblorosos
sobre la rama con sus delgadas patitas, tomar impulso una y otra vez y por fin
lanzarse y caer en el aire como una hoja. Un árbol en verano es casi un pájaro.
Se recubre de crocantes plumas que agita como el viento y sube, con sólo
desearlo, desde el fondo de la tierra hasta la punta más alta, salta de una
rama a otra todo pajarito, ave de madera en su verde jaula de fronda.
Ese verano
fue el mismo del ferrocarril. Antes viene la casa. No vio la casa por completo,
ni siquiera cuando, años después, trepó mucho más alto, sino lo que se ve ahora
mismo desde el brote más empinado, un techo de chapas que se inflama con el sol
y una chimenea blanca que el atardecer lanza un penacho de humo. A veces, el
viento trae algunas voces. Con todo, él ha llegado hasta la casa en alguna
forma, a través de las hojas de otoño que arrastra el viento. Con sus viejos
ojos amarillos ha visto la casa aun por dentro, ha visto al hombre, flaco y
duro con la piel resquebrajada como la corteza de las primeras ramas, la mujer
que huele a humo de madera, un par de chicos silenciosos con el pelo alborotado
como los plumones de un pichón de montera. Con sus viejas manos amarillas ha
golpeado la puerta de tablas quebradas, ha acariciado las descascaradas paredes
de adobe encalado, y mano y ojo y amarilllas alas de otoño ha corrido delante
de la escoba de maíz de Guinea y trepado nuevamente al cielo en el humo oloroso
de una fogata que anuncia el frío, el tiempo dormido del árbol y la tierra.
El
ferrocarril pasa por detrás de la casa, pero hubo de trepar hasta el otro
verano, cuando volvieron las hojas y los pájaros, para entrever el brillo
furtivo de las vías cortando a trechos la tierra. Ya había sentido el ruido,
ese oscuro tumulto que agitaba el suelo porque el árbol crecía tanto por arriba
como por debajo. Por debajo era un árbol húmedo de largas y húmedas ramas
nacaradas que penetraban en la tibia noche de la tierra. Por ahí vivía y sentía
el árbol principalmente, por ahí su día era un día del mundo, así de ancho y
profundo, porque la tierra que palpitaba debajo de él le enviaba toda clase de
señales, era un fresco cuerpo lleno de vida que respiraba dulcemente bajo las
hojas y el pasto y sostenía cuanto hay en este mundo, incluso a otros árboles
con los cuales el viejo álamo carolina se comunicaba a través de aquel húmedo
corazón. Al Este, por donde nace el sol, había un bosque. Lo divisó una mañana
con sus ojos verdes más altos y todas sus hojas temblaron con un brillo de
escamas. Era un árbol más grande, el más grande y formidable de todos. Al caer
la tarde, con el sol cruzado barriendo oblicuamente los pastos que parecían
mansas llamitas, los árboles aquellos ardieron como un gran fuego. Por la
noche, el álamo apuntó una de sus delgadas ramas subterráneas en aquella
dirección y recibió la respuesta. No era un árbol más grande, era un bosque, es
decir, un montón de ellos, tierra emplumada, alta y rumorosa hermandad.
¿Por qué no
estaba él allí? ¿Por qué había nacido solitario? ¿Acaso él no era como un
resumen del bosque, cada rama un árbol? Todas estas preguntas le respondió el
bosque, sus hermanos, noche a noche. Esta y muchas otras, porque a medida que
se ponía viejo, en medio de aquella soledad, se llenaba de tantas preguntas
como de pájaros a la tardecita. Los árboles no duermen propiamente, se
adormecen, sobre todo en invierno cuando las altas estrellas se deslizan por
sus ramas peladas como frías gotas de rocío. Es entonces cuando sienten con más
fuerza todas aquellas voces y señales de la tierra. Los animales de la noche
salen de sus madrigueras y roen la oscuridad, un pájaro desvelado vuela hacia la
luz de una casa, un bulto negro trota por el camino, los grillos vibran entre
los pastos como cuerdas de cristal, un perro aúlla en la lejanía, el hombre se
da vuelta en la cama y piensa cuántas fanegas dará el cuadro de trigo. En este
mismo momento, en esta noche tan quieta, la semilla está trabajando ahí abajo,
el árbol la siente germinar, siente su pequeño esfuerzo, cómo se hincha y se
despliega y recorre, pulgada por pulgada, el mismo camino que ha trazado el
deseo del hombre, que ha vuelto a dormirse y sueña con una suave marea de
espigas amarillas.
Y fue por
ahí, por la tierra, que el árbol tuvo noticias del ferrocarril cuando un día
sintió ese tumulto que subió por sus raíces. Tiempo después, luego de divisar
la morada del hombre, vio por fin aquella alocada y ruidosa casa que con
chimenea y todo corría sobre la tierra, y supo por ella que además de los
pájaros gran parte de cuanto vive se mueve de un lado a otro y el viejo álamo,
que entonces no era tan viejo pero sí árbol completo, sintió por primera vez el
dolor de su fijeza. El sólo podía ir hacia arriba trazando un corto camino en
el cielo y al comienzo del otoño volar en figura según el viento en la trama de
sus hojas. En cierto momento, después de la casa, el tren se transportaba entre
sus ramas y a veces el penacho de humo llegaba hasta el mismo álamo. Esto
dependía del viento, del cual, por instrucción de los pájaros, el viejo álamo
había aprendido a extraer otros muchos sucesos. Según soplase, él agitaba sus
hojas como verdes plumas y simulaba temblorosos vuelos. El viento subía y
bajaba en frescas turbonadas por dentro de aquella jaula vegetal provocando, de
acuerdo a la disposición del follaje, murmullos y silbidos que complacían al
árbol músico.
Todo esto se
aprende con los años, un verano tras otro, y luego para el árbol son materia de
recuerdo en el invierno. El invierno comienza para él con la caída de la
primera hoja. Un poco antes nota que se le adormecen las ramas más viejas y
después el sueño avanza hacia adentro aunque nunca llega al corazón del árbol.
En eso siente un tironcito y la primera hoja planea sobre el suelo. Así
empieza. Después cae el resto y el viento las revuelve, las dispersa, corren y
se entremezclan con las hojas de otros árboles, cuando el viejo álamo carolina
ya se ha adormecido y piensa quietamente en el luminoso verano que, de algún
modo, ya está en camino a través de la tierra, por el tibio surco de su savia.
La lluvia oscurece sus ramas y la escarcha las abrillanta como si fuesen de
almendra. Algunas se quiebran con los vientos y el árbol se despabila por un
momento, siente en todo su cuerpo esa pequeña muerte aunque él todavía se
sostiene, sabe que perdurará otros veranos. Hasta que allá por septiembre
memoria y suceso se juntan en el tiempo y un dulce cosquilleo sube desde la
oscuridad de la tierra, reanima su piel, desentumece las ramas y el viejo álamo
carolina se brota nuevamente de verdes ampollas. El aire ahora es más tibio y
el hombre, al que observa desde el brote más alto, recorre el campo y espía las
crestitas verdes que acaban de aparecer sobre la tierra.
Para
mediados de octubre el viejo álamo está otra vez recubierto de firmes y oscuras
hojas que brillan con el sol cuando la brisa las agita a la caída de la tarde.
El sol para este tiempo es más firme y proyecta sobre el suelo la enorme sombra
del árbol.
Fue en este
verano, cuando el sol estaba bien alto y la sombra era más negra, que el hombre
se acercó por fin hasta el árbol. El lo vio venir a través del campo, negro y
preciso sobre el caballo sudoroso. El hombre bajó del caballo y penetró en la
sombra. Se quitó el sombrero cubierto de tierra, después de mirar hacia arriba
y aspirar el fresco que se descolgaba de las ramas, y se quitó el sudor de la
frente con la manga de la camisa. Después el hombre, que parecía tan viejo como
el viejo álamo carolina, se sentó al pie del árbol y se recostó contra el
tronco.
Al rato el
hombre se durmió y soñó que era un árbol.
TRABAJO
PRÁCTICO
1) Anoten las connotaciones que tiene el
álamo a lo largo del cuento. Justifiquen con una cita textual en cada caso.
2) Extraigan diez imágenes sensoriales
del cuento (pueden ser visuales, auditivas, táctiles, olfativas o gustativas).
3) Escriban un relato utilizando un
narrador protagonista que cuente, de la misma forma que presenta el cuento de
Conti, el día de una persona a través de su experiencia emocional con el mundo.
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